9/5/08

Marruecos-Sahara


15 al 23 de abril de 2008.
(Impresiones telegráficas, que nadie espere un relato pormenorizado y fiel del viaje).

La Gran Aventura del desierto comienza con las colas en el puerto de Tarifa, allí conoces a los que serán compañeros de aventura y babeas de envidia al ver qué monstruos manejan algunos afortunados, que te mostrarán sus snorkels humeantes en las dunas, cuando pasen como exhalaciones por tu lado, mientras esperas una eslinga salvadora que tire de tu coche y te saque de las hermosas arenas, siempre cambiantes de forma, de color, de matices, que atraen y seducen como sirenas homéricas... y en las que te hundes hasta el capó.
Cuando pasas el control aduanero- te sientes como un contrabandista al que cogerán en renuncio- continúas en cola, intentas que ningún despabilado se meta delante- misión imposible. Te asaltan listillos por la izquierda, por la derecha y a veces hasta por debajo. Vas a mentarle la madre a uno y piensas: Joder vamos a llevarnos bien. Y le dejas pasar, sonriendo fríamente, eso sí.
Por fin divisas la pasarela del barco y, metro a metro, te acercas a ella. Cuando subes, te dirigen con gritos ininteligibles para quienes no dominen 12 de las 56 variaciones del árabe. Aparcado el coche, subimos a cubierta, a la más alta, y nos empujamos cortésmente, o no, unos a otros para lograr un buen punto desde el que tirar docenas de fotografías con las que castigaremos, al regreso, a nuestros amigos. Media hora después nos agolpamos como sardinas en las estrechas escaleras para bajar a la bodega. ¡Que a ver donde dejé yo el coche! La cola no se mueve durante un tiempo interminable, luego todo va rápido, incluso encuentro mi coche, cosa rara. Una vez acomodados, con todos los papeles que nos van a pedir a mano, los cinturones ajustados e impacientes por pisar tierra africana, inicio imprescindible de la Gran Aventura del Sahara… descubrimos de verdad el significado de la relatividad del tiempo. Salir del barco cuesta, no digo yo que sea imposible, pero cuesta. Puedes incluso tener la desgracia- o la poca fortuna- de que los vehículos de alrededor arranquen los motores, sigan inmóviles durante 45 minutos y no los apaguen hasta salir del barco. La atmósfera es irrespirable y los minutos, los cuartos de hora, las medias horas… pasan lentamente en la sensual oscuridad de la bodega. Oscuridad plagada de puntitos rojos: las luces de situación de los vehículos que sugieren el aspecto de un puticlub, tal cual.
Pero todo llega y a lo lejos, distingues una lucecita. Luz que entra por la lejana salida del barco. Aún no ves palmeras, ni desierto, no ves nada, pero intuyes que allí espera el cielo azul cobalto de Tánger.
Tampoco hay que tirar las campanas al vuelo, salir del barco es un objetivo ansiado, una exigencia inaplazable pero… nos quedan las tormentosas colas en las que funcionarios marroquíes estudiarán los documentos que irán exigiéndonos. No sabrás si hablas con un militar, un gendarme o uno de la secreta. Cada uno lleva un tipo de uniforme, algunos sólo la mitad del uniforme. Nos piden los papeles y pasaportes, se los llevan (¿los volveré a ver?, me pregunto), otro los examina sobre una mesa camilla, colocada cerca de la barrera abatible y, otro muy bajito que debe mandar mucho, aporrea con un cuño los papeles sobre el capó de un coche: el mío conserva la huella de la actividad administrativa, golpeó con mucha energía el cuño, y no era de caucho, sino de bronce.
En menos de dos horas pasamos la aduana, tras responder que no, que no llevamos GPS, ni emisora de radio (pese al soporte del GPS en el parabrisas y el pie de fijación de la antena de la emisora en el capó) nos creen a pie juntillas, “saben” que no mentimos. De hecho observan sin pizca de asombro como, unos metros más allá, procedemos a montar las antenas, que no teníamos.

Salimos del puerto, ansiosos por comenzar la Gran Aventura. Primeros semáforos: atasco, conducción temeraria, cruzado mágico de peatones, bicicletas, gallinas y algún Muhecín antes de la oración que nos bendice, o maldice, a saber, por ser extranjeros infieles: Nos perdemos. ¿Dónde está el guía que todo lo sabe y nos llevará a salvo al hotel? ¿Dónde los colegas que conformarán nuestro grupo inseparable? Mi copilota comienza a manejar el GPS de los milagros pero no nos saca de la ciudad. Damos vueltas y más vueltas, leemos las señales e indicadores, en árabe y, por fin encontramos una carretera que nos llevará al paraíso, al hotel de muchas estrellas donde podremos descansar, ducharnos, cenar… prepararnos para el día siguiente. ¡Continúa la aventura!
El hotel Zaqui en Meknes nos acoge confortablemente la primera noche, el programa no permite una corta visita a la ciudad imperial, “Ciudad de los cien minaretes”, declarada patrimonio de la humanidad por la UNESCO pero… la gran aventura es: DESIERTO. Nada de pijerías turísticas, eso otra forma de viajar.
Al día siguiente, los grupos organizados en el barco- por criterios de afinidad, experiencia y caballos (hay 4x4 intratables, a partir de no sé cuantos caballos son como semidioses preolímpicos)-, salimos rumbo al desierto, a las arenas milenarias, a los amaneceres y puestas de sol más fantásticas que uno pueda contemplar.
Exultantes, felices, cargados de expectativas y ganas de probar hasta dónde llega nuestra pericia, y la capacidad de nuestros 4x4 sobre los océanos de arenas rojas que nos esperan. A medida que nos alejamos del Norte del país, qué curioso, la gente comienza a ser más amable, más educada… y más pobre. También el paisaje cambia, el verdor de los cultivos, y de los jardines de las lujosas mansiones próximas a las grandes urbes es más escaso, comienza la sequedad, la aridez de las cercanías del desierto, ese lugar mítico en el que no se puede vivir (creemos erróneamente) y al que querremos volver, contagiados por una adicción sin tratamiento conocido.
Olfateamos el aire buscando la arena, queremos dejar el asfalto, comenzar a rodar por sendas y rodaduras, saltar sobre nuestros infatigables e “irrompibles” amortiguadores. La radio no para, pedimos al guía que nos saque del asfalto, queremos marcha, queremos hundirnos en la arena, demostrar lo que podemos hacer con nuestros vehículos, con el GPS y radio… y con esos misteriosos waypoints que el diablo sabrá para qué sirven. El polvo nos envuelve como un halo de misterio, mientras en la radio suena música árabe, la escuchamos con similar atención que a la Caballé, interpretando los Nibelungos en el Liceo de todos.
Contemplamos las estribaciones del Atlas, montaña mítica sahariana, en alguna zona muestra una extensa capa de nieve. Cerca de Midelt nos detenemos para fotografiar a los monos-clowns (provocan la simpatía de los mirones y obtienen así comida). También es una delicia contemplar los hermosos caballos árabes, enjaezados con sillas de cuero repujado a mano, gualdrapas de llamativos colores y adornos de plata. Los jinetes caracolean buscando la admiración, la sonrisa y… el donativo de los turistas, llegados hasta el bosque de cedros cuya sombra y frescor agradecemos.
Rodamos en paralelo al Gran Palmeral del Ziz y sus impresionantes cañones, con un ojo en la pista y otro en el contraste. El verdor apagado por el polvo y la sequedad circundante. Continuamos devorando kilómetros, mirando a un lado y otro de la carretera fotografiando con la mirada un paisaje cambiante que pasa de la ceniza lunar al recio granito de sus montañas, a los pequeños oasis, trozos de verdor cada vez más escasos.
A medio día, cuando el sol calienta en su cenit- es tonto buscar una sombra inexistente- abandonamos la ruta y descendemos hacia un lago en la zona de Erfoud. Los vehículos, los motores, se enfrían y nosotros montamos una inestable protección solar con un trozo de lona y la famosa cinta americana- que se despega una y otra vez-, comemos con el apetito de quien se lo ha ganado. Al atardecer llegamos a Le Touareg (Merzouga), un oasis de muchas estrellas- a mi me lo pareció- permanecimos dos días como en casa. Gentes amables cuidan de que todo funcione como en un hotel de la máxima categoría, incluida una piscina de aguas transparentes.
Al día siguiente teórica. Consejos y explicaciones para asaltar las grandes dunas. Por la tarde nos adentrarnos en las dunas, aplicando la teoría de la mañana, nos aproximamos a la base de la Gran Duna. Asustados estamos más de cuatro imaginando cómo sería la grande tras cruzar alguna de tropecientos metros antes de llegar. El guía bereber, Deb Alí Ben al Karib (o algo así), se desespera cada vez que alguno nos quedamos atascados en la arena y mira la presión de los neumáticos, sin manómetro, a ojo.
-¡Jab ibm dehaar shareiggg! (menos presión, en cristiano)- grita metiendo la uña en la válvula para dejar salir el aire. Y tiene razón, no se puede rodar por las dunas con más de un kilo de presión. Me maravilla que estos criadores de camellos (en realidad dromedarios), sean capaces de conducir y reparar- mejor que nosotros- cualquier tipo de vehículo, da igual la marca y modelo.
Y llegamos a la Gran Duna. Y allí fuimos multitud, decenas de poderosos vehículos y avezados conductores… mirando hacia lo alto, calculando hasta dónde llegaríamos. Nadie se decidía a ser el primero hasta que uno arrancó como Alonso persiguiendo a Hamilton y subió, y subió, hasta que se convirtió por la distancia en un diminuto coche de scalextric, junto a la cima. Marcó la mayor altura del día, a dos palmos del borde de la Gran Duna. Luego fue una fiesta, algunos lo intentamos más de una docena de veces, con escaso éxito, pero subimos alto y, sobre todo, nadie se quedó atrapado.
Fue una fiesta, una borrachera no etílica, de arena. Una tarde inolvidable que finalizó al atardecer, subiendo una rampa del 25 por ciento de desnivel y, tras coronar, nos dejamos caer en picado, durante unos doscientos metros, por una pendiente que nos hizo sentir el vértigo de un salto en paracaídas pero sin éste. Una montaña rusa, el mejor final de fiesta tras el asalto a la Gran Duna.
Abandonamos con pesar el oasis Le Touareg y buscamos la Ruta Prohibida. Fue un día duro, interminable. Atravesamos zonas de arena en polvo donde nos quedamos todos, excepto los que saben como no quedarse. Logramos salir cambiando de ruta y, tras comer en un Kshar solitario junto a la pista, reanudamos la marcha con una tormenta de arena iniciándose que, en pocos minutos, nos envolvió. No había ruta visible, ni rodaduras que seguir, ni siquiera los warning o antiniebla del vehículo precedente eran visibles a más de dos metros. Eran las cuatro de la tarde y se hizo noche cerrada. Fue una experiencia inolvidable de conducción en condiciones extremas. No podíamos reducir la velocidad si queríamos salir de la tormenta antes de la noche. Y llegamos, ya de noche Zagora. Como decía el programa fue una etapa auténtica del Paris-Dakar.
Al día siguiente hacemos la Ruta del Palmeral y el Gran Cañón del Draa. Una aventura sobre ruedas e impresionantes vistas, subidas de vértigo y descensos espeluznantes sobre una senda del ancho escaso de un vehículo, sobre arcilla seca y dura, de estar mojada sería impracticable, tramos de piedra suelta o sobre roca.
Y durante todo el viaje, a los lados de la carretera, senda, o desfiladero: niños y niñas de entre uno y doce años. En pie, soportando el calor y el frío, el polvo del desierto y la polvareda levantada por los vehículos. Saludan con sus manos sucias de años sonrientes, esperan un bolígrafo, un cuaderno, una camiseta, una gorra, algo de comida… o tan sólo un gesto de saludo que nos devuelven sonrientes, aunque no se les entregue nada. Soportando el sol, el frío, incluso en la tormenta permanecen junto a la senda saludando, esperando… ¡Cómo sentimos no llevar más cosas para darles! Pronto terminamos con todo y les damos hasta lo que llevamos puesto.
Luego, el regreso. El regreso al Norte, más verde, más rico. Con gentes menos corteses y menos afectuosas. Vuelta al barco y, Tarifa con sus tres mares, nos acoge de nuevo. Un viaje inolvidable, unos paisajes indescriptibles en su belleza y una convivencia forzada y forzosa que hace aflorar lo mejor y lo peor de cada uno. Grandes amistades, solidaridad y apoyo incondicional por parte de unos y, todo lo contrario, por parte de otros. Marruecos… ¡hay que volver, de vez en cuando!

Scila/